miércoles, 30 de enero de 2008

Asesinato en Dallas


Noviembre 1963. Camina rápido hacia su casa. Hay miedo, estupor, sorpresa. Por primera vez ha sentido esas palabras: homicidio, asesinato. ¿Quién se lo iba a imaginar? El presidente más prestigiado, el más querido (por unos cuántos, no todos), ese rubio de la “Alianza para el Progreso”, que más parecía un actor, de esos que las mujeres suspiran. Bueno la Marilyn dicen que suspiró y mucho. Recuerda perfectamente: suena la campana del colegio, la profesora dice algo así como “Niños, ha pasado algo terrible, acaban de disparar al presidente Kennedy”. Parece que suspendieron las clases, no lo recuerda con exactitud. En un país como el nuestro: chico y perdido, el presidente de los EE.UU. era el Jesucristo de nuestra vida terrena.

Camina rápido, nadie sabe qué puede pasar. Lo importante es llegar cuanto antes, reunirse con la familia, comentar lo del asesinado, estar preparado, por si acaso. A medida que camina, pasan por su mente y sus ojos las diapositivas urbanas de su barrio: Don Pedro Martínez, el peluquero en el frontis de su local: manos en la cintura, los carabineros de la Plaza San Isidro, Don Gabriel, el del negocio de abarrotes ese que le ofreció su tienda al padre ( el sueño imposible) , más allá la calle Root, tercer piso Doña Margarita y su hijo Down, frente al dispensario , la señora Olga que colocaba las inyecciones en las amigdalitis agudas y fultáceas, recetadas por el doctor Llorenz de lentes negros y gruesos como hechicero. Pero no se detiene, hay que llegar y como sea: tres balazos. Dallas. Dicen que fue Lyndon Jonson que lo mandó matar y ese Jack Ruby, ¿Te acuerdas? Ese mató al asesino, todavía parece de película: el cañón del revólver asomado en medio de los guardias que llevan escoltado a Oswald. Hay miedo, de pronto se ha nublado. La tarde se obscurece, la gente entra a sus casas. De pronto se ha hecho silencio y sólo el viento empuja unos envoltorios de helado, tirados en el suelo.

El niño deja por unos instantes el maletín de cuero café en un extremo de la puerta y presiona el botón del timbre. San Isidro 171, es la casa número 9. Es la madre que abre la nerviosa puerta, es ella que lo abraza, es su padre que grita: ¡Gracias a Dios!

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